Caballo
de Troya
J.
J. Benítez
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importante
tener en cuenta estos hechos, de cara a la conducta y a los sucesivos
intentos del
representante
del emperador por liberar al Maestro. Nada hubiera satisfecho más
su desprecio
hacia
la suprema autoridad judía que hacerles morder el polvo,
poniendo en libertad al
prisionero.)
Pero
los acontecimientos -a pesar del procurador- iban a tomar caminos
insospechados...
Poncio
guardó silencio. Dirigió una mirada de desprecio a los
jueces y descendiendo los
escalones
por segunda vez se abrió paso hasta el Galileo. Una vez allí,
ante la expectación
general,
preguntó al Maestro qué tenía que alegar en su
defensa. Jesús no levantó el rostro.
Civilis,
que había seguido los pasos de su jefe, levantó el
bastón de vid, dispuesto a golpear
al
Galileo por lo que consideró una falta de respeto. Pero el
procurador le detuvo. Aunque su
confusión
y disgusto eran cada vez mayores, el romano comprendió que
aquél no era el
escenario
más idóneo para interrogar al prisionero. La sola
presencia de los sanedritas podía
suponer
un freno, tanto para él como para el reo. Y volviéndose
hacia el primer centurión dio
las
órdenes para que condujeran al gigante al interior de su
residencia.
Civilis
hizo una señal al soldado que custodiaba al rabí y
ambos, en compañía de Juan
Zebedeo
y de algunos de los domésticos del Sanedrín, siguieron
a Pilato y a los oficiales.
Caifás
y los jueces permanecieron en el patio. La contrariedad reflejada en
sus rostros ponía
de
manifiesto su frustrado deseo de acompañar a Jesús de
Nazaret y asistir al interrogatorio
privado.
Pero su propio fanatismo religioso acababa de jugarles una mala
pasada (por
supuesto,
dudo mucho que Pilato hubiera autorizado su presencia en el citado
interrogatorio).
Al
cruzar junto a mí, el procurador me hizo un gesto, invitándome
a que le acompañase.
-Dime,
Jasón -me preguntó Poncio mientras atravesábamos
el «hall» en dirección a la
escalinata
frontal-, ¿conoces a este mago?... ¿Crees que puede
resultar un «zelota»?
Aquél
fue un momento especialmente delicado para mí. Hubieran sido
suficientes unas pocas
explicaciones
para inclinar definitivamente la balanza del inestable procurador a
favor del
Maestro.
Pero aquél no era mi cometido. Y respondí a su pregunta
con otra pregunta:
-Tengo
entendido que tus hombres fueron destacados anoche hasta una finca en
Getsemaní
y
con el propósito de registrar un posible campamento «zelota».
¿Encontraron a esos
guerrilleros?
El
procurador, a quien le costaba trabajo subir las 28 escaleras, se
detuvo jadeante.
-Y
tú, ¿cómo sabes eso?
Mientras
Civilis dirigía al Nazareno y al reducido grupo por un
luminoso corredor de mármol
númida,
sembrado a derecha e izquierda de estatuas que descansaban sobre
pedestales de
Carrara,
tranquilicé a Poncio, narrándole mi «casual»
encuentro con los dos legionarios que
perseguían
a uno de los simpatizantes del «mago».
El
procurador me confesó entonces que sus informes sobre el tal
Jesús de Nazaret se
remontaban
a años atrás, especialmente desde que uno de sus
centuriones le confesó cómo
aquel
mago había curado a uno de sus sirvientes más queridos,
en Cafarnaúm. Poco a poco,
Poncio
Pilato había ido reuniendo datos y confidencias suficientes
como para saber si aquel
grupo
que encabezaba el rabí era o no peligroso desde el único
punto que podía interesarle: el
de
la rebelión contra Roma.
Los
agentes del procurador cerca del Sanedrín le habían
advertido de las numerosas
reuniones
celebradas para tratar de prender y perder al Nazareno. Pilato, por
tanto, estaba al
corriente
de las intenciones de los que esperaban en el patio y del carácter
«místico y
visionario»
-según expresión propia- del movimiento que encabezaba
Jesús.
-¿Por
qué iba a satisfacer a esos envidiosos -concluyó
Pilato-, deteniendo a unos pobres
diablos
cuyo único mal es creer en fantasías y sortilegios?...
Aquellas
revelaciones del gobernador de la Judea me abrieron definitivamente
los ojos.
Estaba
claro que, por mi parte, también había subestimado el
poder de Poncio. Era lógico que
en
una provincia como aquélla, tan levantisca y difícil,
el poder de Roma tuviera los suficientes
resortes
y tentáculos como para saber quién era quién. Y,
evidentemente, Poncio sabía quién
era
el Maestro.
-Sin
embargo -tercié con curiosidad-, ¿por qué
accediste a enviar un pelotón de soldados a
Getsemaní?
El
procurador volvió a sonreír maliciosamente.
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-Tú
no conoces aún a esta gente. Son testarudos como mulas.
Además, mis relaciones...,
digamos
«comerciales», con Anás, siempre han sido
excelentes. No voy a negarte que la
procuraduría
recibe importantes sumas de dinero, a cambio de ciertos favores...
No
me atreví a indagar sobre la clase de «favores»
que prestaba aquel corrupto
representante
del César, pero el propio Poncio me facilitó una pista:
-Anás
y ese carroñero que tiene por yerno han hecho grandes riquezas
a expensas del
pueblo
y del tráfico de monedas y de animales para los sacrificios...
Te supongo enterado del
descalabro
sufrido por los cambistas e intermediarios de la explanada del
Templo, precisamente
a
causa de ese Jesús. Pues bien, mis «intereses» en
ese negocio me obligaban en parte a
salvar
las apariencias y ayudar al ex sumo sacerdote en su pretensión
de capturar al mago...
Aquel
descarado nepotismo de la familia Anás -situando a los
miembros de su «clan» en los
puestos
clave del Templo- era un secreto a voces. La actuación del
procurador, por tanto, me
pareció
totalmente verosímil.
Al
llegar al final del corredor, Civilis abrió una puerta, dando
paso a Pilato. Detrás, y por
orden
del centurión, entraron Jesús, Juan Zebedeo, otros dos
oficiales y yo. El legionario y los
criados
permanecieron fuera.
Al
irrumpir en aquella estancia reconocí al instante el despacho
oval donde había celebrado
mi
primera entrevista con el procurador. El ala norte de la fortaleza se
hallaba, pues,
perfectamente
conectada con la sala de audiencias de Poncio. Ahora comprendía
por qué no
había
visto guardias en aquella puerta: era la que comunicaba posiblemente
con las
habitaciones
privadas y por la que había visto aparecer, en la mañana
del miércoles, al
sirviente
que nos anunció la comida.
Poncio
Pilato fue directamente a su mesa, invitando al Nazareno a que se
sentara en la silla
que
había ocupado José de Arimatea. Juan, tímidamente,
hizo otro tanto en la que yo había
utilizado.
Los oficiales se situaron uno a cada lado del rabí, mientras
Civilis ocupaba su habitual
posición,
en el extremo de la mesa, a la izquierda del procurador. Yo,
discretamente, procuré
unirme
al jefe de los centuriones.
La
luz que irradiaba por el gran ventanal situado a espaldas del romano
me permitió explorar
con
detenimiento el rostro del Maestro. Jesús había
abandonado en parte aquella actitud de
permanente
ausencia. Su cabeza aparecía ahora levantada. La nariz y el
arco zigomático
derecho
(zona malar o del pómulo) seguían muy hinchados,
habiendo afectado, como temía, al
ojo.
En cuanto a la ceja izquierda, parecía bastante bien cerrada.
Los coágulos de sangre de las
fosas
nasales y labios se habían secado, ennegreciendo parte del
bigote y de la barba.
Pilato
retomó el hilo de la conversación, indicando al rabí
que, para empezar y para su propia
tranquilidad,
«no creía en la primera de las acusaciones».
-Sé
de tus pasos -le dijo con aire conciliador- y me cuesta trabajo creer
que seas un
instigador
político.
Jesús
le observó con aire cansado.
-En
cuanto a la segunda acusación, ¿has manifestado alguna
vez que no debe pagarse el
tributo
al César?
El
Maestro señaló con la cabeza a Juan y respondió:
-Pregúntaselo
a éste o a cualquiera que me haya oído.
El
procurador interrogó al joven Zebedeo con la mirada y Juan,
atropelladamente, le explicó
que
tanto su Maestro como el resto del grupo pagaban siempre los
impuestos del Templo y los
del
César.
Cuando
el discípulo se disponía a extenderse sobre otras
enseñanzas, Pilato hizo un gesto
con
la mano, ordenándole que guardara silencio.
-Es
suficiente -le dijo-. ¡Y cuidado con informar a nadie de lo que
has hablado conmigo!
Y
así fue. Ni siquiera en el texto evangélico escrito por
Juan muchos años más tarde se
recoge
esta parte de la entrevista del procurador romano con Jesús.
(Es más, el escritor
sagrado
no hace siquiera mención de su presencia en dicho diálogo.
Si esta parte del
interrogatorio
-tal y como se desprende del Evangelio de San Juan- tuvo lugar en el
interior del
pretorio
y, por tanto, en privado, ¿cómo es posible que el
Zebedeo la describa, refiriéndose a
los
ya conocidos temas del «reino» y de la «verdad»?
(Juan
18,
28-38). Sólo podía haber una
explicación:
que él, precisamente, hubiera sido testigo de excepción.)
Pilato
se dirigió nuevamente al Galileo:
-En
lo que se refiere a la tercera de las acusaciones, dime, ¿eres
tú el rey de los judíos?
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