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El
término Gulgultha
es
la forma aramea del hebreo Gulgoleth,
que
quiere decir «cráneo». Por eliminación de
una
de
las «1» aparece la expresión griega Gólgotha
y la
siríaca. Gugultha.
La
versión latina se lee Calvarium.
De
ahí la
denominación
final de Calvario. (N.
del m.)
2
De
las diversas interpretaciones que yo había estudiado durante
mi entrenamiento para la misión Caballo de Troya
sobre
este lugar, sólo la que asociaba la forma del peñasco
con la palabra «cráneo» me pareció la más
verosímil. Y no
estaba
equivocado. Para algunos, entre los que se encontraba San Jerónimo,
el Gólgota tomaba aquel nombre por ser
éste
el lugar donde se ajusticiaba y sepultaba a los criminales. Craso
error, ya que los judíos tenían por costumbre
enterrar
a los ejecutados en una fusa común o, incluso, arrojarlos a
las barrancas de la Gehenne o Hinnom, al sur de
Jerusalén,
donde eran devorados por los perros, ratas y otros animales. Una
segunda teoría -más peregrina que la
anterior-
alude a una vieja leyenda, según la cual, aquel promontorio
fue denominado así porque en una caverna
inferior
se hallaba el cráneo de Adán. Así lo creyeron,
por ejemplo, personajes tan relevantes como Orígenes, san
Atanasio,
san Ambrosio, santa Paula, etc. En este sentido, una vidente llamada
Ana Emmerich llegó a escribir lo
siguiente
en su obra La
dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo: «En
cuanto al origen del nombre calvario, he aquí
lo
que sé. La montaña que tiene ese nombre, se me apareció
en tiempo del profeta Eliseo. Entonces no estaba como en
el
tiempo de Jesús; era una altura con muchas murallas y grutas
que parecían sepulcros. Vi al profeta Eliseo bajar a
esas
grutas (no sé silo hizo realmente o si era simplemente una
visión). Lo vi sacar un cráneo de un sepulcro de
piedra,
donde
reposaban huesos. Uno que estaba a su lado, y o creo que era un
ángel, le dijo: "Es el cráneo de Adam". El
profeta
quiso llevárselo, mas el que estaba con él, no se lo
permitió. Vi sobre el cráneo algunos pelos rubios
esparcidos.
Supe
también que el profeta, habiendo contado lo que le había
sucedido, el sitio recibió el nombre de "Calvario".
En fin,
yo
vi que la cruz de Jesús estaba puesta verticalmente sobre el
cráneo de Adam.» Con todos mis respetos para la
citada
vidente, sus «informaciones» no concuerdan con los
estudios arqueológicos ni con la propia naturaleza de la
humilde
roca. (N.
del m.)
Caballo
de Troya
J.
J. Benítez
286
Aquél,
en definitiva, iba a ser el escenario de toda una serie de trágicos
y desconcertantes
sucesos.
¿Cómo
describir aquel lugar y aquel momento? ¿Cómo transmitir
la inmensa soledad de
Jesús
de Nazaret al pisar la calva pedregosa del Gólgota?
Hoy,
al enfrentarme a esta parte de mi diario, be estado a punto de
abandonar. A mí
también
me fallan las fuerzas, estremecido por los recuerdos. Y si he vuelto
al relato de este
primer
«gran viaje» ha sido por respeto a la promesa hecha a mi
hermano Eliseo... Espero que
aquellos
que lleguen a leer este testimonio sepan perdonar la pobreza de mi
lenguaje.
La
ascensión hasta la redondeada plataforma que coronaba el
peñasco -que creo haber
anotado
ya como de unos 12 a 15 metros de diámetro- fue muy breve. Los
soldados tomaron
una
especie de canal situado en el lado este y que, en realidad, no era
otra cosa que una
hendedura
natural, consecuencia de algún remoto agrietamiento de la
enorme masa pétrea.
Fueron
suficientes veinte pasos para tomar posesión de la zona
superior, a la que me resisto a
dar
el calificativo de cima.
Al
pisar aquel lugar, mi espíritu se encogió. Las ráfagas
de viento, más que silbar, ululaban
entre
media docena de altos postes, firmemente hundidos en las fisuras de
la roca. ¡Eran los
stipes,
palus o
staticulum,
como
se designaba a los maderos verticales de las cruces!
¿Fue
miedo lo que experimenté al ver aquellos rugosos troncos?
Ahora, en la distancia,
supongo
que tuvo que ser una mezcla de terror y decepción. Terror por
su negro y puntiagudo
perfil
y decepción porque, influenciado quizá por las
incontables tradiciones e imágenes sobre la
Cruz
bíblica por excelencia, en mi mente se había fraguado
una estampa muy distinta a la que
tenía
ante mis ojos. Aquello no tenía nada que ver con las
majestuosas, pulidas y hasta
esmeradas
cruces que han sido y son representadas por las iglesias o por casi
todos los
maestros
universales de la pintura y de la imaginería.
Frente
a mí, en el centro casi del lomo convexo del Gólgota,
sólo había seis «árboles»
mutilados,
desnudos, mostrando aquí y allá las «cicatrices»
circulares y blanquecinas donde
antaño
habían florecido otras tantas ramas. Aún conservaban la
cenicienta y áspera corteza
propia
de las coníferas, con algunos reguerillos resinosos,
solidificados entre los vericuetos de
sus
superficies.
Casi
todos presentaban en su parte baja un sinfín de muescas, que
permitían ver la sólida
cara
de la madera. Pero, en aquellos instantes no supe adivinar a qué
se debían.
En
sus extremos, los stipes
-cuyas
alturas oscilaban entre los tres y cuatro metros-
aparecían
afilados muy toscamente. Como si los responsables del patíbulo
hubieran pretendido
«sacarles
punta» a base de machetazos... Eran las únicas zonas
claras de aquellos siniestros
fantasmas,
alineados en dos filas casi paralelas. En las puntas, los seis
árboles presentaban
sendas
hendeduras, a la manera de horquillas. La separación entre
poste y poste -en la primera
hilera-
no llegaba a los tres metros. En cuanto a los otros palos, habían
sido clavados cuatro o
cinco
metros más atrás y uno de ellos, el situado hacia el
Oeste, se hallaba inclinado. Sin duda,
las
cuñas de madera que servían para estaquillar el árbol
habían cedido.
Dos
de ellos -y esto me extraño también- habían sido
perforados, como a un metro del
suelo,
por sendas barras de hierro, que quedaban al descubierto por uno y
otro lado de los
cilíndricos
postes.
Los
«sediles» en cuestión (fue la única
identificación que me vino a la memoria) habían sido
dispuestos
en el madero central de la primera hilera y en el que se levantaba a
la izquierda de
éste;
es decir, en el que ocupaba el extremo este de la citada primera fila
de stipes.
Yo
no
podía
saberlo entonces, pero la presencia de aquel último «sedile»1,
resultaría de cierta
trascendencia
en lo que podría calificar de «diálogo»
entre el Galileo y uno de los «zelotas».
Durante
unos minutos que me parecieron interminables, tanto los «bandidos»
como Jesús
permanecieron
con la vista fija en aquellos troncos. El silencio, quebrado por la
tempestad, fue
dramáticamente
significativo.
1
El
«sedile» venía a ser una pieza de madera o de
metal -generalmente de hierro- que se colocaba en ocasiones en
las
zonas bajas de la stipe.
Era
usado cuando se deseaba prolongar la agonía del crucificado.
En esta pieza, que
adoptaba
formas diversas -desde una simple barra hasta un taco de madera,
pasando por una estructura similar a un
cuerno-,
el reo podía apoyar los pies y, en consecuencia, el peso de su
cuerpo. Tertuliano lo cita en una ocasión,
llamándolo
sedilis
excelsus o
asiento elevado. (N.
del m.)
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