1.
Externamente
había cesado toda evidencia respiratoria. El Maestro, con la
barbilla hundida
sobre
el esternón, permanecía con la boca entreabierta.
Me
apresuré a dirigir los ultrasonidos sobre la región
cardíaca. Caballo de Troya estimó que,
a
partir de las 14.54 horas -cuando el tableteo del corazón
llevaba unos tres minutos,
aproximadamente,
con una frecuencia vertiginosa (que alcanzó su pico máximo
en las ya
mencionadas
169 pulsaciones-minuto)-, el pulso bajó en picado. El nódulo
senoauricular (que
late
normalmente a razón de 72 veces por minuto) se colocó
muy por debajo de los 60
impulsos
y, en cuestión de segundos, todo el miocardio entró en
una fibrilación ventricular. A
los
30 segundos de arritmia, el Maestro cayó fulminado, aunque la
parada cardíaca final no se
produjo
hasta dos minutos y medio después. Según estas
apreciaciones, el fallecimiento de
Jesús
de Nazaret pudo ocurrir a las 14.57 horas y 30 segundos,
aproximadamente, del viernes,
7
de abril del año 30.
A
pesar del gasto cardíaco, el riego sanguíneo que
llegaba al cerebro fue insuficiente,
provocando,
entre otros efectos, el referido desmayo o pérdida de
conciencia del que no habría
retorno.
-Ha
muerto...
El
centurión pronunció aquellas dos palabras con una
cierta piedad. Como si la desaparición
de
aquel ajusticiado hubiera representado algo para él... En
realidad, como he dicho, la muerte
clínica
del Nazareno no se produciría hasta pocos segundos más
tarde. Pero esto no podía
saberlo
Longino.
El
Maestro no tardaría en entrar en la muerte biológica.
Suspendido por los clavos de las
muñecas,
su vientre aparecía muy hinchado. El tórax había
quedado hundido y los músculos
pectorales
-que no habían cesado de oscilar y convulsionarse- yacían
rígidos, desmayados.
Entre
las ramas y púas del casco se apreciaba ya, cada vez más
marcado, un círculo violado
alrededor
de la deformada nariz. Las sienes, semiocultas por los cabellos, se
hallaban hundidas
y
la oreja derecha, algo visible, se había retraído. La
piel situada inmediatamente por encima
de
la barba se arrugó y el globo ocular se fue oscureciendo, como
silo cubriera una especie de
1
Esta
«señal», que suele preceder a la muerte, bien
conocida de los médicos, presenta generalmente en el ojo
derecho
una opacidad de la esclerótica algo más pálida
que en la del izquierdo. Casi siempre se registra esta «mancha
ocular»
con cierta antelación en un ojo que en el otro. (N.
del m.)
Caballo
de Troya
J.
J. Benítez
314
tela
viscosa. Por las heridas de los clavos -especialmente en la del pie
derecho- seguía
manando
sangre, aunque la coloración era ya mucho más rosada.
(La volemia en el instante del
fallecimiento
había rebasado la barrera del 50 por 100. Es decir, el Cristo
había derramado más
de
la mitad de su volumen sanguíneo.)
Justo
en aquellos momentos se registró la relajación de sus
esfínteres, que añadieron al ya
tétrico
aspecto de Jesús el fétido olor de unos excrementos
casi líquidos y amarillentos que se
deslizaron
por las caras interiores de sus piernas.
Dudé
a la hora de utilizar el circuito «tele-termográfico».
Sin embargo, a pesar de mi
aturdimiento,
cumplí lo establecido por el proyecto. De aquel último
y rápido examen pudo
deducirse,
por ejemplo, que la acumulación de sangre en las extremidades
inferiores -a pesar
de
la ruptura de una de las arterias del pie derecho- había sido
considerable. A los pocos
segundos
de la muerte, la temperatura de dichas extremidades inferiores como
consecuencia
de
la sobrecarga sanguínea era de un grado centígrado por
encima de lo normal.
Al
chequear los tejidos superficiales se comprobó también
que el agudo y decisivo proceso
de
tetanización había inutilizado las piernas y muslos del
Nazareno a los 12 minutos de su
elevación
y enclavamiento en el árbol. Esto confirmaba mis impresiones
sobre los titánicos
esfuerzos
que tuvo que desarrollar el rabí de Galilea cada vez que
luchaba por una bocanada de
aire.
Al fallar los hipotéticos puntos de apoyo de los clavos de los
pies, como dije, fue la
musculatura
superior (hombros, antebrazos y músculos intercostales) los
que corrieron con el
gasto
energético. Pero estas fibras se verían bloqueadas
también por la tetanización pocos
minutos
después: a los 18, los deltoides, vastos externos de los
brazos y supinadores, palmares
mayores,
cubitales y ancóneos de los antebrazos. A los 20 minutos,
aproximadamente,
quedaron
diezmados los grandes pectorales y la potente red muscular de la zona
superior de la
espalda:
los trapecios. Esta casi «congelación» de la
formidable musculatura del Galileo
precipitó
su muerte, bajo el signo principal y horrible de la asfixia. Entre la
pléyade de déficits
circulatorios,
ventilatorios, renales y del sistema nervioso central que confluyeron
y le
empujaron
hacia el fin, Caballo de Troya consideró siempre que la raíz
y causa básica del óbito
(si
es que a esta muerte se le puede dar el calificativo de «natural>))
del Maestro fue la asfixia.
Hacia
las 14.55 horas, el cerebro de Jesús ingresó en el coma
«Depasé», con las trágicas
consecuencias
que ello significa...
Las
áreas de las perforaciones de los carpos y pies arrojaron un
color azul intenso, señal
evidente
del importante proceso inflamatorio que habían padecido y,
consecuentemente, de
una
mayor temperatura.
Para
cuando situé el láser en el ojo de Jesús, la
dilatación de la pupila ofreció únicamente
una
mancha oscura, signo claro de una pérdida de visión. La
temperatura de las estrechas
zonas
periféricas de la córnea, sin embargo, aún
conservaban calor y fue posible registrar unos
breves
«anillos» azules. El cristalino, en definitiva, aparecía
opacificado, y el iris asimétrico.
En
realidad, poco más se podía hacer. El general Curtiss
luchó para que los técnicos
perfeccionasen
el sistema de «resonancia magnética nuclear», que
nos hubiera permitido
rastrear
los movimientos atómicos de algunas zonas claves del cerebro
del Nazareno, pero los
trabajos
no llegaron a tiempo.
Tristemente,
aquel Hombre, a quien yo había empezado a admirar y querer,
había muerto. A
pesar
de todo mi entrenamiento, al despojarme de las «crótalos»,
me dejé caer sobre la dura
superficie
del Gólgota. La melancolía fue germinando en lo más
intrincado de mi alma y sentí
cómo
parte de mí mismo se iba con aquel ser. Una melancolía
sin horizontes que, lo sé, no se
desprenderá
de mi angustiado corazón hasta que la muerte cierre
definitivamente mi pobre
existencia.
Mientras, como aquel día junto a las cruces, sigo llorando.
Ni
Eliseo ni nadie del proyecto lo supo jamás. A partir de aquel
fatídico momento de la
muerte
de Jesús, algo se hundió en lo más profundo de
mi ser. Mis últimas horas en Palestina
no
tuvieron casi sentido. Cumplí con lo programado por Caballo de
Troya, pero casi como un
autómata.
Y lo peor es que jamás pude rehacerme...
A
las 14 horas, 57 minutos y 30 segundos -justamente cuando el corazón
del Nazareno se
detuvo
para siempre-, ocurrió lo inesperado. Con una sincronización
que aún me aterra, y que
sólo
puede tener una explicación, aquella «luna»
gigantesca comenzó a moverse. Y con la
misma
lentitud con que había cubierto el sol, así fue
desplazándose hacia el Este,
devolviéndonos
la transparente luminosidad de aquel viernes.
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