Caballo
de Troya
J.
J. Benítez
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A
las 15.45, ambos dejaban de existir.
A
pesar de la advertencia del centurión, uno de los soldados,
encargado de rematar a los
condenados,
se situó bajo el cadáver del Maestro, examinándolo
detenidamente. La verdad es
que,
ni Longino ni el resto de la tropa se percataron de las intenciones
de aquel infante. El
grueso
de los romanos se afanaba en los preparativos del descenso de los
ajusticiados.
Supongo
que tratando de salvar toda responsabilidad, el romano recogió
un pilum
y,
sin
pensarlo
dos veces> picó el costado derecho del Maestro, hundiendo
la lanza entre 15 y 20
centímetros.
Pero el cuerpo del Nazareno, como era de esperar, no experimentó
reacción
alguna.
El soldado, convencido del fallecimiento del reo, trató de
retirar el arma. Sin embargo,
la
punta en flecha del pilum
tropezó
o se enganchó en los tejidos, resistiéndose. Al segundo
intento,
el costado cedió y el ensangrentado hierro quedó libre.
Por la herida, de unos cuatro
centímetros
y medio de longitud, brotaron mansamente unos 10 centímetros
cúbicos de sangre
y,
a continuación, una pequeña cantidad de un líquido
seroso. Al aproximarme y examinar la
lanzada
noté que había entrado entre la quinta y sexta
costillas, con una trayectoria
lógicamente
ascendente y que, presumiblemente, había traspasado el plano
muscular
intercostal,
las pleuras parietal y visceral, el pulmón y el pericardio,
entrando de lleno en la
aurícula
derecha. Esta zona del corazón conserva precisamente una
cierta cantidad de sangre
líquida,
una vez producido el óbito. En mi opinión, ésa
fue la sangre que se derramó. En cuanto
al
«agua» que dice haber visto Juan el Evangelista, y que
surgió inmediatamente detrás del
derrame
sanguíneo, es muy posible que se tratase del referido licor de
carácter seroso que
rellena
la cavidad virtual existente entre las hojas de cada una de las
mencionadas pleuras
pulmonares.
(La visceral, como se sabe, se adhiere íntimamente al pulmón
y la parietal tapiza
las
paredes del tórax; por debajo cubre el pulmón y por
debajo, el diafragma, excepto su
centro.
Por dentro protege la cara mediastínica y por fuera, la cara
interna de las costillas.)
Cuando
la lanza desgarró estas pleuras, el citado líquido, al
variar la presión, terminó por
escapar,
derramándose inmediatamente detrás de la hemorragia
sanguinolenta. A su manera,
el
joven Juan había dicho la verdad...
Pero
las afrentas al cuerpo de Cristo no habían concluido.
Al
ceder la oscuridad y el fuerte viento, las moscas y los insectos
cayeron sobre los cuerpos
de
los crucificados, convirtiendo sus heridas en coronas negruzcas y
palpitantes. Con una
dilatada
experiencia en este tipo de ejecuciones, el verdugo encargado de los
enclavamientos
sugirió
al oficial que se iniciase la operación del descendimiento por
el reo que llevaba más
tiempo
muerto. Longino asintió. También él sabía
que la rigidez cadavérica no tardaría en
empezar,
dificultando los trabajos propios del traslado a la Géhenne.
Era
sencillamente asombroso. En aquellos momentos -casi las cuatro de la
tarde-, ninguno
de
los discípulos o amigos del Maestro había reclamado aún
el cuerpo del Señor. La idea del
centurión,
tal y como había dejado entrever el procurador, era retirar
los cuerpos de las cruces
y
transportarlos a la fosa común. Juan, que seguía
atentamente los movimientos de los
soldados,
no se había movido de las proximidades del patíbulo.
Atendió durante breves minutos
a
otro de los «correos» de David Zebedeo -informándole
del fallecimiento del Maestro- y, una
vez
alejado el mensajero, continuó al pie del cabezo, visiblemente
desmoralizado.
Cuando
el oficial romano se situó bajo la cruz de Jesús,
supervisando los preparativos del
descendimiento,
reparó en seguida en la nueva y aparatosa herida del costado.
La sangre había
empezado
a formar gruesos grumos sobre el desflecado labio inferior de la
brecha. Comprendió
al
momento que el cadáver había sido alanceado y con gran
irritación se enfrentó a sus
hombres,
reprendiéndoles por aquella desobediencia. Pero ninguno dijo
nada.
El
verdugo, sin pérdida de tiempo, empezó a manipular la
cabeza del clavo que atravesaba el
pie
derecho del Maestro, mientras otros soldados situaban la escalera de
mano por detrás de la
stipe,
preparando
de nuevo la larga soga que habían utilizado en los
levantamientos.
Con
una estudiada precisión, el legionario aprisionó la
base del clavo con ambas manos,
haciéndolo
oscilar arriba y abajo. Sabiamente, el responsable del enclavamiento
había dejado
dicha
cabeza a unos ocho o diez centímetros por encima de la piel.
De esta forma disponía de
espacio
suficiente para manejarlo. A los pocos segundos, con un fuerte tirón,
la punta metálica
quedaba
fuera de la madera y la extremidad inferior del Galileo se relajó
totalmente, oscilando
ligeramente
en el vacío. El infante sujetó entonces el talón
con su mano izquierda, rescatando
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el
clavo con la derecha. Al desenterrarlo del empeine, la sangre brotó
de nuevo, formando una
enorme
rosa rojiza sobre la citada cara del pie.
Antes
de situarse frente al izquierdo, el verdugo comprobó si su
compañero, encaramado en
lo
alto de la escalera, había anudado la maroma al patibulum.
Esperó
a que rematara la lazada
central
y, acto seguido, repitió la extracción del segundo
clavo. Tampoco en esta ocasión se
registró
problema alguno. El cuerpo del Maestro colgaba ya, inerme,
escurriendo sangre desde
las
puntas de los pies.
Los
dedos gruesos, como dije, se hallaban visiblemente separados del
resto, muy forzados
hacia
el eje central del cadáver. Buena parte del volumen sanguíneo
acumulado en las piernas,
y
que había quedado relativamente represado por los propios
clavos, al desaparecer el efecto
hemostático
comenzó a fluir, convirtiendo aquella parte de la roca en un
extenso charco en el
que
los legionarios resbalaron varias veces.
Libres
ya los pies, otros dos soldados se aferraron a ambos lados del árbol
y un tercer y
cuarto
legionarios, saltando sobre los hombros de aquellos, se dispusieron a
repetir la
operación
de izado del madero transversal.
Pendiente
de aquellas maniobras no caí en la cuenta de que la minúscula
representación del
Sanedrín
se había visto incrementada por otro grupo de sacerdotes,
recién llegados a la base
del
Gólgota. Aquellos sanedritas estaban a punto de protagonizar
otro lamentable suceso...
Al
unísono, los infantes situados por debajo de cada uno de los
extremos del patibulum
y
el
que
sujetaba la cuerda desde lo alto de la escalera hicieron fuerza,
elevando el leño hasta que
la
afilada punta de la stine
quedó
fuera del orificio central del referido patibulum.
En
ese preciso instante, el soldado de la escalera dio un grito,
advirtiendo a los que
controlaban
la maroma desde el suelo y a espaldas de la cruz que podían ir
aflojando. Y así lo
hicieron.
Jesús y el madero fueron bajando lentamente, palmo a palmo.
Unos centímetros antes
de
que los pies tocaran la roca, el verdugo agarró los tobillos
del Maestro, echándose atrás, de
forma
que el cadáver llegó al suelo totalmente horizontal.
Al
retroceder tropecé sin querer con alguien. Cuando me disponía
a disculparme, descubrí al
anciano
José, el de Arimatea, a quien acompañaba otro judío
de apenas 1,50 metros de
estatura.
José
se alegró al verme. Esbozó una triste sonrisa y me
presentó a su compañero:
Nicodemo,
miembro como él del Consejo del Sanedrín y de la
llamada «nobleza laica» de
Jerusalén.
Aquellos dos hombres, con un coraje que, en mi humilde opinión,
no ha sido nunca
suficientemente
valorado, traían una orden firmada por el propio Poncio,
autorizando el traslado
del
cadáver del Nazareno a una tumba privada. José,
conociendo la triste suerte reservada
siempre
a los ajusticiados -cuyos cuerpos eran devorados generalmente por las
ratas y las
alimañas
en la fosa de Géhenne- se había apresurado a visitar al
procurador, suplicándole la
custodia
de su Maestro. Por lo visto, este tipo de peticiones no era
infrecuente. Muchos de los
familiares
y amigos de los ejecutados tenían por costumbre recurrir a la
máxima autoridad
romana
y, a cambio de dinero o regalos, conseguían sus propósitos.
José también había llevado
una
fuerte suma al Pretorio. Pero, cuando Pilato conoció las
intenciones de su viejo amigo,
rechazó
el dinero, firmando en el acto la autorización.
Lo
malo fue que José y Nicodemo llegaron al patíbulo poco
después que sus fanáticos
compañeros
del Sanedrín...
El
centurión desenrolló el papiro y, tras leer atentamente
el texto, asintió, dando su
conformidad.
Pero
la inesperada presencia de los dimitidos miembros del Consejo de
Justicia Judío al pie
de
las cruces movilizó de inmediato a los saduceos. Los
sacerdotes vieron perfectamente cómo
José
entregaba el rollo al oficial y sospecharon que los discípulos
del Galileo trataban de
apoderarse
del cadáver.
Entretanto,
el verdugo había logrado desclavar la muñeca izquierda
de Jesús. Y cuando se
disponía
a hacer otro tanto con el último clavo, un súbito
griterío le detuvo. La patrulla y todos
nosotros
vimos entonces cómo varios de los jueces, rojos de ira, se
precipitaban hacia lo alto
del
Gólgota, exigiendo el derecho a disponer de los cuerpos de los
tres ajusticiados.
Longino
hizo una señal a sus hombres y los 15 legionarios, con
Arsenius en primera fila,
cubrieron
el borde este de la peña, cerrando el paso a los furiosos
sacerdotes. Estos, al alcanzar
el
final del callejón que conducía al promontorio, se
detuvieron en seco, estupefactos ante los
reflejos
de las amenazantes espadas.
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