Caballo
de Troya
J.
J. Benítez
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características
señaladas por los evangelistas;
poder
excavar la tumba. Pero pronto quedaría despejada esta nueva
incógnita.
Nada
más bajar del macizo rocoso, el joven Zebedeo y las mujeres
nos salieron al paso. José
tranquilizó
al centurión quien, al ver aproximarse al reducido grupo, se
puso en guardia. Casi
de
rodillas, el apóstol suplicó al legionario que sujetaba
uno de los extremos de la sábana que
le
cediera su puesto. Longino respondió a la duditativa mirada de
su soldado con un afirmativo
movimiento
de cabeza y Juan le sustituyó en el traslado.
Ningún
crucificado podía ser enterrado en un cementerio judío.
Así lo establecía la Ley. José
y
Nicodemo lo sabían y, antes incluso de visitar a Poncio, ya
tenían previsto dar sepultura al
Maestro
en una de las propiedades del anciano de Arimatea. Pero el final de
aquel trágico
viernes
se acercaba a pasos agigantados. Las trompetas del Templo no
tardarían en anunciar el
ocaso
y, con él, la entrada del sábado y de la solemne fiesta
de la Pascua. Era preciso darse
prisa.
Y los ex miembros del Sanedrín, que sostenían la sábana
por la parte de los pies,
aceleraron
el paso. Por detrás, a cuatro o cinco metros, nos seguían
María, la de Magdala;
María,
la esposa de Cleopás; Marta, otra de las hermanas de la madre
de Jesús, y Rebeca de
Séforis.
Los legionarios, a su vez, se habían dividido, cubriendo los
flancos del cadáver.
Al
contemplar aquel silencioso y huidizo cortejo fúnebre, no pude
reprimir una tristísima
sensación
de soledad. Abandonado de la mayoría de sus amigos y fieles
seguidores, ultrajado
casi
después del descendimiento por aquella turba de fanáticos,
ahora -camino del sepulcro- ni
siquiera
podía recibir enterramiento con un mínimo de dignidad y
reposo. Hasta el más pobre y
miserable
de los judíos, según la Ley, tenía derecho,
cuando menos, a un sepelio con dos
músicos
de flauta y una plañidera. Para el Nazareno no quedaban ya
lágrimas. Los corazones
de
las mujeres y de sus tres amigos se habían secado. En cuanto
al acompañamiento, el único
que
recuerdo fue el de los presurosos pasos de la escolta y de los que
cargaban su cadáver,
tronchando
cardos y abrojos.
El
de Arimatea y Nicodemo dirigieron el traslado, bordeando la muralla
norte de Jerusalén y
siguiendo
prácticamente el mismo itinerario de la «vía
dolorosa». Cruzamos la carretera de
Samaria
y a los diez o quince minutos de haber abandonado el patíbulo,
sudorosa y con los
dedos
lastimados por el peso del cuerpo, la comitiva se detuvo frente a un
huerto. Nos
hallábamos
al norte del Gólgota y relativamente cerca de la Torre
Antonia, aproximadamente a
unos
100 o 150 metros. (Era lógico que los ricos hacendados de
Jerusalén no dispusieran sus
fincas
y plantaciones o huertos de recreo cerca del peñasco donde se
ajusticiaba a los ladrones
y
criminales. Aquél, en cambio, parecía un lugar
tranquilo y hermoso.)
Una
de las mujeres, creo recordar que la Magdalena, se adelantó y
soltó la cuerda que, a
manera
de lazo, sujetaba una puerta de madera, de un metro de altura, a una
cerca de estacas
meticulosamente
blanqueadas. con cal. Aquel vallado, de una altura similar a la de la
cancela
de
entrada, se perdía a derecha e izquierda, entre el enramado de
un sinfín de árboles frutales.
Al
girar, los herrajes articulados de los goznes chirriaron como un
animal herido. El grupo se
precipitó
hacia el interior de la finca. Caminamos alrededor de cincuenta
pasos, siempre entre
una
frondosa plantación de pequeños árboles
selectos, hasta llegar a una bifurcación del
estrecho
sendero que arrancaba en el umbral mismo de la puerta del huerto.
Tras una breve
pausa,
suficiente para recobrar el aliento perdido, José y Nicodemo
hicieron una indicación a los
soldados
y tomamos el ramal de la derecha. El de la izquierda llevaba a una
casita situada a
cosa
de un centenar de metros y que, a juzgar por la cimbreante y espigada
columna de humo
que
escapaba por la chimenea, debía estar habitada. Dos pequeños
perros salieron de entre los
árboles,
saltando y ladrando alegremente entre las piernas de José de
Arimatea. Pero el
anciano,
con un autoritario grito, les obligó a retirarse.
A
cosa de 20 metros de la bifurcación apareció ante mí
una suave elevación del terreno. Era
una
formación calcárea que no sobresaldría más
allá de metro y medio sobre el nivel del suelo.
Nos
detuvimos y el de Arimatea anunció al oficial que ya podían
depositar el cuerpo de Jesús
sobre
el terreno.
A
cosa de dos pasos de donde reposaba el cadáver del Nazareno,
el suelo arcilloso que
rodeaba
aquella cuña rocosa había sido removido. José,
propietario del lugar, habla mandado
construir
unas rústicas escaleras que descendían hasta un
estrecho callejón de apenas dos
metros
de anchura. Al bajar los cinco peldaños se encontraba uno en
la mencionada galería y
frente
a una fachada, perfectamente trabajada sobre la roca viva. Groso
modo calculé
la altura
de
aquella pared rocosa en unos tres metros. En el centro había
una diminuta puerta
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cuadrangular
de 90 centímetros de lado. José nos rogó que le
disculpáramos y se alejó a la
carrera
en dirección a la casita.
Mientras
los soldados aprovechaban aquel respiro para sentarse y descansar, me
agaché y
traté
de echar una ojeada al interior de la cripta. Una piedra redonda, muy
parecida a una
muela
de molino y de un metro de diámetro, reposaba a la izquierda
de la boca de entrada al
sepulcro.
Al pie mismo de la fachada había sido practicado un canalillo
de unos 20 centímetros
de
profundidad por otros 30 de anchura que corría a todo lo
ancho. La piedra, tan toscamente
pulida
como la fachada, cuyo peso debía ser superior a los 500 kilos,
se hallaba dispuesta de tal
guisa
que -para tapar el angosto orificio que hacía las veces de
puerta- bastaba con hacerla
rodar
sobre el mencionado canalillo, al que se ajustaba casi
matemáticamente. Al pasar mi
mano
sobre aquella mole redonda imaginé el enorme esfuerzo que
tenía que haber supuesto a
los
operarios su traslado hasta el fondo del callejón y, por
supuesto, el que exigiría cada cierre
y
apertura de la tumba.
Pero,
al introducir mi cabeza en el interior de la cripta, la oscuridad era
tal que no acerté a
distinguir
ni su profundidad, ni la altura de las paredes ni ningún otro
detalle.
Me
incorporé y, mientras aguardaba a José, me dediqué
a medir aquella especie de antesala
o
callejón: desde la fachada hasta el peldaño más
bajo había 2,20 metros. Las paredes de la
galería,
a cielo abierto, iban descendiendo desde los 3 metros (altura máxima
que correspondía
a
la fachada de la tumba) hasta poco más o menos un metro, al
nivel del escalón más alto.
Aquellas
mediciones se vieron interrumpidas por la llegada del anciano. Le
acompañaba un
hebreo
de unos cincuenta años, con una barba corta y cuidada y de una
corpulencia que,
instintivamente,
me recordó al fallecido Maestro. Se tocaba con un ancho
sombrero de paja y
cargaba
una voluminosa y pesada ánfora. José portaba dos teas
de mango corto y una especie
de
hatillo.
Hacia
las cinco de la tarde, el dueño del huerto se arrodilló
frente a la cámara sepulcral y,
con
sumo cuidado, alargó la mano izquierda, depositando una de las
antorchas en el interior de
la
cripta. A continuación entregó la segunda tea a su
siervo y jardinero, quien, hierático y mudo
como
una estatua, no se movería ya del callejón.
José,
siempre en aquella forzada postura, se arrastró, penetrando en
la cueva.
El
relampagueo rojizo del hacha dentro de la tumba desapareció a
los pocos segundos. Y el
anciano,
asomando la cabeza por la abertura, reclamó la segunda
antorcha. Su ayudante se
apresuró
a entregársela, haciendo otro tanto con el hato.
Cuando
José consideró que todo estaba dispuesto salió
del panteón, indicando a Nicodemo
que
bajasen el cuerpo del Maestro.
Los
soldados cumplieron la orden, situando los restos sobre la tierra
rojiza y apisonada del
callejón.
El cadáver fue orientado de forma que la cabeza quedara frente
al angosto portillo. El
anciano
retornó entonces al interior, seguido del centurión.
Una vez dentro, ambos comenzaron
a
tirar de la sábana, siendo ayudados desde el exterior por
otros tres legionarios.
Cuando,
al fin, el cuerpo fue introducido en la tumba, Nicodemo fue pasando a
José la pareja
de
sacos que aún colgaba de su hombro y el ánfora.
Satisfecha esta última parte del laborioso
traslado,
aquél se inclinó también y, en cuclillas, se
perdió entre la mortecina claridad del
sepulcro
seguido de Juan.
Ignorando
si disponía de sitio, me aventuré a seguir a Nicodemo.
Mi metro y ochenta
centímetros
de talla me obligaron a doblar el espinazo y arrastrarme sobre un
piso tan rugoso
como
ingrato.
Al
levantar la vista me encontré en una estancia cuadrada, de
unos tres metros de lado y de
1,70
de altura aproximadamente. (De esta última cifra estoy
bastante seguro porque, durante
el
tiempo que permanecí en el interior de la cripta, no tuve más
remedio que inclinar la cabeza
para
no tropezar con aquel techo rocoso, duramente ganado a base de
escoplo de cantería, a
juzgar
por los cortes a bisel de la citada bóveda y del resto de las
paredes.)
Mi
intromisión fue bien recibida. Cuando me incorporé los
cuatro hombres pujaban por
levantar
el cadáver hasta un simulacro de banco de 0,65 metros de
altura, igualmente robado a
la
masa pétrea y ubicado en el muro derecho (tomando siempre como
referencia el hueco de
entrada).
Me
apresuré a unirme a ellos, colaborando en el definitivo y
último izado del Nazareno. Sé
que
aquel insignificante y pobre gesto no hubiera sido aprobado por el
estricto código del
proyecto,
pero eso qué puede importar ya...
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