Caballo
de Troya
J.
J. Benítez
9
que
mi nuevo amigo hizo lo mismo que yo: tratar de descubrir en el otro
hasta los más nimios
detalles...
Después de aquel saludo en el museo de las gigantescas cabezas
negroides, la
certeza
de que me encontraba ante una posible buena noticia había ido
ganando terreno.
-Usted
dirá -rompí el silencio, invitando a mi acompañante
a que empezara a hablar.
-En
primer lugar quiero recordarle lo que ya le dije por teléfono.
Es posible que se sienta
decepcionado
después de esta primera conversación.
-¿Por
qué?
-Quiero
ser muy sincero con usted. Yo apenas le conozco. No sé hasta
dónde puede llegar su
honestidad...
Le
dejé hablar. Su tono pausado y cordial hacía las cosas
mucho más fáciles.
-…
Para depositar en sus manos la información que poseo es
preciso primero que usted me
demuestre
que confía en mí. Por eso -y le ruego que no se alarme-
necesito probar y estar
seguro
de su firmeza de espíritu y, sobre todo, de su interés
por Cristo.
El
americano se llevó a los labios un jugo de naranja y siguió
perforándome con aquella
mirada
de halcón. Debió captar mi confusión. ¿Qué
demonios tenía que ver mi firmeza de
espíritu
con Cristo, o, mejor dicho, con mi interés por Jesús?
-Permítame
un par de preguntas, señor...
-Si
no le molesta -repuso con una fugaz sonrisa- llámeme mayor.
Por el momento, y por
razones
de seguridad, no puedo decirle mi verdadero nombre.
Aquello
me contrarió. Pero acepté. ¿Qué otra cosa
podía hacer si de verdad quería llegar al
fondo
de aquel enigmático asunto?
-Está
bien, mayor. Vayamos por partes. En primer lugar, usted dice ser un
oficial retirado de
las
fuerzas aéreas norteamericanas. ¿Estoy equivocado?
-No,
no lo está.
-Bien.
Segunda pregunta: ¿qué tiene que ver mi interés
por Cristo con esa información que
usted
dice poseer?
El
camarero situó sobre el mantel rojo sendas bandejas con postas
de robalo y mole verde,
quesadillas
y un inmenso filete de carne a la tampiqueña.
El
mayor guardó silencio. Ahora estoy seguro de que aquélla
fue una situación difícil para él.
Mi
amigo debió luchar consigo mismo para contenerse.
-Cuando
usted conozca la naturaleza de esa información -puntualizó-
comprenderá mis
precauciones.
Es preciso que antes que eso suceda, yo esté convencido de que
usted, o la
persona
elegida, será capaz de valorarla y, sobre todo, de que hará
un buen uso de ella.
-No
termino de entender por qué se ha fijado en mí...
El
mayor sostuvo aquella mirada penetrante y preguntó a su vez:
-¿Cree
usted en la casualidad?
-Sinceramente,
no.
-Cuando
le vi y le escuché en televisión hubo una frase suya
que me impulsó a llamarle.
Usted
tuvo el valor de reconocer públicamente que ahora, a partir de
sus investigaciones sobre
los
descubrimientos de los científicos de la NASA, había
«descubierto» a Jesús de Nazaret.
Usted
no parece avergonzarse de Cristo...
Sonreí.
-¿Y
por qué iba a hacerlo si de verdad creo en Él?
-Eso
fue lo que usted transmitió a través del programa. Y
eso, ni más ni menos, es lo que yo
busco.
No
pude contenerme y le solté a quemarropa:
-Disculpe.
¿Es usted miembro de alguna secta religiosa?
El
mayor pareció desconcertado. Pero terminó por sonreír,
aportándome un nuevo dato
sobre
su persona.
-Vivo
solo y retirado. Soy creyente y no puede sospechar usted hasta qué
punto... Sin
embargo,
he huido de cualquier tipo de iglesia o grupo religioso. Tenga la
seguridad de que no
se
encuentra ante un fanático...
Creí
percibir unas gotas de tristeza o melancolía en algunas de sus
palabras. Hoy, al
recordarlo,
y conforme fui desentrañando el enigma del mayor
norteamericano, no puedo evitar
un
escalofrío de emoción y profundo respeto por aquel
hombre.
-¿Dónde
vive usted?
-En
el Yucatán.
Caballo
de Troya
J.
J. Benítez
10
-¿Puedo
preguntarle por qué vive solo y retirado?
Antes
de que respondiera traté de acorralarlo con una segunda
cuestión:
-¿Tiene
algo que ver con esa información que usted conoce?
-A
eso puedo responderle con un rotundo sí.
El
silencio cayó de nuevo entre nosotros.
-¿Y
qué desea que haga?
El
mayor extrajo de uno de los bolsillos de su guayabera una pequeña
y descolorida libreta
azul.
Escribió unas palabras y me extendió la hoja de papel.
Se trataba de un apartado de
correos
en la ciudad de Chichén Itzá, en el mencionado estado
del Yucatán.
-Quiero
que sigamos en contacto -respondió señalándome
la dirección-. ¿Puede escribirme a
ese
apartado?
-Naturalmente,
pero...
El
hombre pareció adivinar mis pensamientos y repuso con una
firmeza que no dejaba lugar
a
dudas:
-Es
preciso que ponga a prueba su sinceridad. Le suplico que no se
moleste. Sólo quiero
estar
seguro. Aunque ahora no lo comprenda, yo sé que mis días
están contados. Y tengo prisa
por
encontrar a la persona que deberá difundir esa información...
Aquella
confesión me dejó perplejo.
-¿Está
usted diciéndome que sabe que va a morir?
El
mayor bajó los ojos. Y yo maldije mi falta de tacto.
-Perdone...
-No
se disculpe -prosiguió el oficial, volviendo a su tono
jovial-. Morir no es bueno ni malo. Si
se
lo he insinuado ha sido para que usted sepa que ese momento está
próximo y que, en
consecuencia,
no está usted ante un bromista o un loco.
-¿Cómo
sabré si usted ha decidido o no que yo soy la persona
adecuada?
-Aunque
espero que volvamos a vernos en breve, no se preocupe. Sencillamente,
lo sabrá.
-No
puedo disimularlo más. Usted sabe que yo investigo el fenómeno
ovni...
-Lo
sé.
-¿Puede
aclararme al menos si esa información tiene algo que ver con
estas astronaves?
-Lo
único que puedo decirle es que no.
Aquello
terminó por desconcertarme.
Dos
horas más tarde, con el espíritu encogido por las
dudas, despegaba de Villahermosa
rumbo
a la ciudad de México. Yo no podía imaginar entonces lo
que me deparaba el destino.
YUCATÁN
A
mi regreso a España, y por espacio de varios meses, el mayor y
yo cruzamos una serie de
cartas.
Por aquellas fechas, mis actividades en la investigación ovni
habían alcanzado ya un
volumen
y una penetración lo suficientemente destacados como para
tentar a los diversos
servicios
de Inteligencia que actúan en mi país. Era entonces
consciente -y lo soy también
ahora-
de que mi teléfono se hallaba intervenido y de que en muy
contadas ocasiones, dada la
naturaleza
de algunas de esas indagaciones, los sutiles agentes de estos
departamentos (civiles
y
militares) de Información, habían seguido muy de cerca
mis correrías y entrevistas. Lo que
nunca
supieron estos sabuesos -eso espero al menos- es que, en previsión
de que mi
correspondencia
pudiera ser interceptada, yo había alquilado un determinado
apartado de
correos,
aprovechando para ello la complicidad de un buen amigo, que figuró
siempre como
legitimo
usuario de dicho apartado postal. Esta argucia me ha permitido
desviar del canal
«oficial»
aquellas cartas, documentos e informaciones en general que deseaba
aislar de la
malsana
curiosidad de los mencionados agentes secretos. Naturalmente, por lo
que pudiera
|