Caballo
de Troya
J.
J. Benítez
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-No
olvides la gracia que recibiste del reino. No permitas que nadie te
estafe en tu
recompensa
eterna. Así como has resistido tus inclinaciones de la
naturaleza mortal, desea
permanecer
resuelto.
En
cuanto a Tomás, su despedida fue así:
-No
importa lo difícil que pueda ser: ahora debes caminar sobre la
fe y no sobre la vista. No
dudes
que yo puedo terminar el trabajo que he comenzado.
Aquellas
palabras a Tomás -el gran escéptico- fueron
especialmente proféticas.
-No
permitáis que lo que no podéis comprender os aplaste
-les dijo a los gemelos-. Sed fieles
a
los afectos de vuestros corazones y no pongáis vuestra fe en
grandes hombres o en la actitud
cambiante
de la gente. Permaneced entre vuestros hermanos.
Después,
llegando frente a Simón Zelotes -el discípulo más
politizado-, prosiguió:
-Simón,
puede que te aplaste el desconcierto, pero tu espíritu se
levantará sobre todos los
que
vayan contra ti. Lo que no has sabido aprender de mí, mi
espíritu te lo enseñará. Busca las
verdaderas
realidades del espíritu y deja de sentirte atraído por
las sombras irreales y
materiales.
El
penúltimo apóstol era el joven Juan. El Maestro tomó
sus manos entre las suyas,
diciéndole:
-Sé
suave. Ama incluso a tus enemigos. Sé tolerante. Y recuerda
que yo he creído en ti...
Juan,
con los ojos humedecidos, retuvo las manos de Jesús, al tiempo
que exclamaba con un
hilo
de voz:
-Pero,
Señor, ¿es que te marchas?
A
juzgar por las expresiones de sus rostros, estoy seguro que todos se
habían formulado
aquella
misma pregunta. Sin embargo, sus ánimos estaban tan maltrechos
y confusos que
ninguno,
excepto el sincero y valiente Juan, se atrevió a expresarla en
voz alta.
Por
último, el Maestro se aproximó al larguirucho Judas
Iscariote. Desde el primer momento,
la
compleja y atormentada personalidad de aquel hombre me habían
atraído de forma especial.
En
la medida de mis posibilidades, procuré no perderle de vista.
Y puedo adelantar ya que las
motivaciones
que le empujaron a traicionar a Jesús no fueron -como se
insinúa en los
Evangelios-
las del dinero. Para un hombre como él, la consideración
de los demás y la
vanagloria
personal estaban muy por encima de la avaricia...
-Judas
-le dijo el Galileo-, te he amado y he rezado para que ames a tus
hermanos. No te
sientas
cansado de hacer el bien. Te aviso para que tengas cuidado con los
resbaladizos
caminos
de la adulación y con los dardos venenosos del ridículo.
Jesús,
evidentemente, conocía muy bien el carácter del
traidor.
Cuando
hubo terminado de despedirse, el Maestro, con una cierta sombra de
tristeza en su
rostro,
tomó a Lázaro por el brazo y se alejó del grupo,
adentrándose en el jardín. Sólo después
de
su muerte, cuando faltaban escasas horas para mi regreso al módulo,
Marta me confesaría
cuál
había sido el tema de aquella conversación privada
entre Jesús de Nazaret y su hermano.
Jesús
recobró con presteza su habitual buen humor. Y después
de ordenar a los discípulos
que
dispusieran aquella misma mañana el campamento en el Olivete,
rogó a Pedro, Andrés,
Juan
y Santiago que se adelantaran con él a Jerusalén.
Mi
elección no ofrecía duda y en compañía de
un reducido grupo de discípulos seguí los
pasos
de aquellos cinco hombres.
Como
era ya costumbre, el Nazareno, con una envidiable forma física,
cubrió la empinada
vertiente
oriental del Monte de los Olivos en poco más de media hora.
Cuando, al fin,
alcanzamos
la cima, Jesús y los apóstoles -lejos de detenerse a
descansar- se alejaban ya,
colina
abajo, en dirección al torrente seco del Cedrón.
Pero,
contra lo que imaginaba, el Maestro no parecía tener excesiva
prisa por entrar en la
ciudad
santa. Y se detuvo en la citada falda occidental del Olivete, en una
explanada en la que
se
apretaban decenas de tiendas, la mayoría ocupadas por
peregrinos procedentes de Galilea,
así
como por comerciantes de lanas y vendedores de animales para los
sacrificios rituales.
Por
lo que pude comprobar, algunas de aquellas familias conocían
de antiguo al Galileo y le
rogaron
que se sentara junto a ellos.
El
Maestro aceptó con gusto, acariciando a los niños y
mostrándose encantado cuando una de
las
hebreas le presentó un cuenco de barro con leche de cabra
recién ordeñada, según dijo. Al
instante,
otra mujer colocaba sobre la estera de paja sobre la que había
tomado asiento el rabí
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una
bandeja de madera con un puñado de dátiles y una
especie de torta de color blancoamarillento
y
que, según uno de mis acompañantes, era conocida por el
nombre de «pan de
higos»1.
Sonriente,
el Nazareno apartó con su mano izquierda las numerosas moscas
que trataban de
posarse
en la leche y, tomando el recipiente con ambas manos, se lo llevó
a la boca, bebiendo
lenta
y placenteramente. Poco después, tras despedirse de sus
anfitriones, realizó otras dos
visitas.
Hacia
la hora tercia (las nueve de la mañana), el grupo prosiguió
su camino hacia Jerusalén.
Fue
entonces cuando Pedro y Santiago, que llevaban varios días
enzarzados en una polémica
sobre
las enseñanzas de su Maestro en relación con el perdón
de los pecados, decidieron salir
de
dudas. Y Pedro tomó la palabra:
-Maestro,
Santiago y yo no estamos de acuerdo respecto a tus enseñanzas
sobre la
redención
del pecado. Santiago afirma que tú enseñas que el Padre
nos perdona, incluso, antes
de
que se lo pidamos. Yo mantengo que el arrepentimiento y la confesión
deben ir por delante
del
perdón. ¿Quién de los dos está en lo
cierto?
Algo
sorprendido por la pregunta, Jesús se detuvo frente a la
muralla oriental del templo y,
mirando
intensamente a los cuatro, respondió:
-Hermanos
míos, erráis en vuestras opiniones porque no
comprendéis la naturaleza de las
íntimas
y amantes relaciones entre la criatura y el Creador, entre los
hombres y Dios. No
alcanzáis
a conocer la simpatía comprensiva que los padres sabios tienen
para con sus hijos
inmaduros
y a veces equivocados.
»Es
verdaderamente dudoso que un padre inteligente y amante se ponga
alguna vez a
perdonar
a un hijo normal. Relaciones de comprensión, asociadas con el
amor impiden,
efectivamente,
esas desavenencias que más tarde necesitan el reajuste y
arrepentimiento por
el
hijo, con perdón por parte del padre.
»Yo
os digo que una parte de cada padre vive en el hijo. Y el padre
disfruta de prioridad y
superioridad
de comprensión en todos los asuntos relacionados con su hijo.
El padre puede ver
la
inmadurez del hijo por medio de su propia madurez: la experiencia más
madura del viejo.
»Pues
bien, con los hijos pequeños, el Padre celestial posee una
infinita y divina simpatía y
comprensión
amorosa. El perdón divino, por tanto, es inevitable. Es
inherente e inalienable a la
infinita
comprensión de Dios y a su perfecto conocimiento de todo lo
concerniente a los juicios
erróneos
y elecciones equivocadas del hijo. La divina justicia es tan
eternamente justa que
incluye,
inevitablemente, el perdón comprensivo.
»Cuando
un hombre sabio entiende los impulsos internos de sus semejantes, los
amará. Y
cuando
ames a tu hermano, ya le habrás perdonado. Esta capacidad para
comprender la
naturaleza
del hombre y de perdonar sus aparentes equivocaciones es divina. En
verdad, en
verdad
os digo que si sois padres sabios, ésta deberá ser la
forma en que améis y comprendáis
a
vuestros hijos; incluso les perdonaréis cuando una falta de
comprensión momentánea os haya
separado.
»El
hijo, siendo inmaduro y falto de plena comprensión sobre la
profunda relación padre-hijo,
sentirá
frecuentemente una sensación de separación respecto a
su padre. Pero el verdadero
padre
nunca estará consciente de esta separación.
»EI
pecado es la experiencia de la conciencia de la criatura; no es parte
de la conciencia de
Dios.
»Vuestra
falta de capacidad y de deseo de perdonar a vuestros semejantes es la
medida de
vuestra
inmadurez y la razón de los fracasos a la hora de alcanzar el
amor.
»Mantenéis
rencores y alimentáis venganzas en proporción directa a
vuestra ignorancia
sobre
la naturaleza interna y los verdaderos deseos de vuestros hijos y
prójimo. El amor es el
resultado
de la divina e interna necesidad de la vida. Se funda en la
comprensión, se nutre en
el
servicio generoso y se perfecciona en la sabiduría.
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