Caballo
de Troya
J.
J. Benítez
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Lejos
de echarme atrás o de mostrar inquietud, correspondí a
la sonrisa del legionario con
otra
más intensa, dándole a entender que sabia que se
trataba de una broma.
Aquel
gesto, que el soldado interpretó como un rasgo de valor, y que
me valió su respeto,
iba
a resultarme -sin yo proponérmelo- de suma utilidad durante el
prendimiento del Galileo en
la
noche del día siguiente.
En
ese momento, el centinela que había acudido al interior de la
fortaleza, reclamó nuestra
presencia
desde el portalón de la torre. José y yo salvamos los
diez o quince metros de terreno
baldío
que separaba el muro o parapeto exterior de piedra de un profundo
foso, de 50 codos
(22,50
metros), excavado por Herodes cuando mandó reedificar una
antigua fortaleza de los
macabeos
y a la que dio el mencionado título de Antonia, en honor de
Marco Antonio. Este foso,
seco
en aquella época, rodeaba la residencia del procurador romano
en todo su perímetro,
excepción
hecha de la cara sur que, como ya expliqué, se hallaba adosada
al muro norte del
Templo.
Sus cimientos eran una gigantesca peña, alisada íntegramente
en su cima y costados.
Herodes,
en previsión de posibles ataques, había cubierto estos
últimos con enormes planchas
de
hierro, de forma que el acceso por los mismos resultase
impracticable. Y sobre esta sólida
base
se levantaba un magnifico baluarte, construido con grandes piedras
rectangulares. Allí
tendrían
lugar los sucesivos interrogatorios de Pilato a Jesús, así
como el salvaje castigo de la
flagelación.
Al
cruzar el puente levadizo -de unos cinco metros de longitud y
construido a base de
gruesos
troncos sobre los que se había fijado una espesa cubierta de
metal- no pude resistir la
tentación
de levantar la mirada. La pétrea fachada gris-azulada, de
cuarenta codos de altura,
se
hallaba dividida en dos secciones simétricas y perfectamente
almenadas. Cada uno de estos
bloques,
de unos cincuenta metros de longitud, presentaba tres hileras de
ventanas (las
correspondientes
a la primera planta en forma de troneras). Y en el centro, entre las
dos alas
que
formaban la fachada, una especie de terraza o mirador, de unos veinte
metros, con los
prismas
de la almena algo más pequeños que los de las zonas
superiores. Los cuatro ángulos
del
«castillo» habían sido reforzados por otras tantas
torres, igualmente fortificadas. Yo conocía
por
Flavio Josefo las dimensiones de las mismas1,
pero, al contemplarlas a tan corta distancia,
se
me antojaron mucho más airosas.
En
la boca del túnel que constituía la entrada principal a
la fortaleza nos aguardaban el
centinela
que habíamos encontrado junto al muro exterior y un oficial.
Al
descubrir en su mano derecha un bastón de madera de vid
comprendí que me hallaba
ante
un centurión. Su estatura era algo superior a la media normal
de los legionarios, pero
quizá
se debía al penacho de plumas rojas que adornaba su casco.
Tras
saludarle, José se identificó ante el jefe de centuria,
manifestándole que era amigo del
procurador
y que había sido concertada una audiencia para aquella mañana.
El centurión -
también
en griego- correspondió al saludo y me rogó que me
identificara. Después, dirigiéndose
a
uno de los soldados que montaba guardia a la puerta de una estancia
situada a la derecha del
túnel,
le pidió algo. El legionario se apresuró a entrar en lo
que debía ser el «cuarto de guardia»
y
regresó al momento con una tablilla encerada. En aquella
especie de «pizarra» habían sido
escritos
algunos nombres. Del ángulo superior izquierdo del marco de la
tablilla colgaba una
corta
y manoseada cuerda a la que había sido atado un clavo de
bronce de unos ocho
centímetros
de longitud y que, a juzgar por los trazos de la superficie encerada,
hacía las veces
de
buril o «stylo».
El
centurión leyó el contenido y devolvió la
tablilla al legionario, que desapareció
nuevamente
en el interior de la sala. Para entonces, varios de los soldados que
formaban la
«excubiae»
o guardia de día en aquel sector de la fortaleza -y que
descansaban en uno de los
bancos
de madera del interior del cuarto- se habían asomado a la
puerta, observándonos con
curiosidad.
-¿Qué
contiene esa jarra? -preguntó de improviso el centurión.
Gracias
al cielo, José se adelantó:
-Es
vino de las bodegas subterráneas de Gabaón... Sé
que al procurador le gusta...
1
En
su obra Guerra de los Judíos (libro Sexto), Josefo asegura que
tres de las torres tenían 50 codos (22,50
metros),
y la cuarta -la que se hallaba adosada al templo- 70 codos (31,50
metros). Estos datos se aproximan bastante
a
nuestras mediciones desde el módulo. (N. del m.)
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-Tendrán
que abrirla -repuso el oficial, al tiempo que hacía una señal
a uno de los soldados
que
contemplaba la escena.
Crucé
una rápida mirada con José y éste, sin
inmutarse, tomó el ánfora, retirando la tapa de
barro
que la cerraba. El legionario se hizo cargo del recipiente, llenando
un cacillo de latón.
Después
de oler el contenido se llevó el rosado liquido a los labios,
bebiendo.
El
centurión dio por buena la comprobación y nos rogó
que entregáramos las armas. El de
Arimatea
le explicó que éramos hombres de paz y que no
portábamos espada. Pero el oficial,
sin
prestar demasiada atención a las palabras del anciano, ordenó
a dos de los centinelas que
registraran
nuestro atuendo. Después de palpar costados, cintura, pecho y
brazos, los
legionarios
movieron negativamente sus cabezas. En ese instante, el concienzudo
oficial se fijó
en
mi vara.
-Deberás
dejarla al cuidado de la guardia -me dijo.
Y
antes de que pudiera reaccionar, otro de los romanos me arrebató
la «vara de Moisés». El
corazón
me dio un vuelco. Aquello no estaba previsto. Y aunque el cilindro de
madera había
sido
acondicionado para soportar los más violentos vaivenes y
encontronazos, el solo
pensamiento
de que pudiera ser dañado o extraviado me sumió en una
profunda inquietud.
Aquello,
además, significaba no poder filmar la entrevista con Poncio
Pilato.
Por
otra parte, saltaba a la vista que el centurión no estaba
dispuesto a dejarme pasar con el
cayado.
Si verdaderamente quería llevar adelante el proyecto de
Caballo de Troya tenía que
resignarme
y confiar en la fortuna. Guardé silencio, tratando de no
conceder demasiada
importancia
a mi vara. Lo contrario hubiera despertado recelos y suspicacias nada
deseables en
aquella
irrepetible oportunidad.
El
centurión hizo entonces una señal con su mano,
indicándonos que le siguiéramos.
Salimos
del túnel abovedado y nos encontramos en un espacioso patio
cuadrangular -a cielo
abierto-
de unos cincuenta metros de lado y pavimentado con losas de caliza
dura de un metro
cuadrado
cada una. Un sinfín de puertas, coronadas por dinteles de
madera -formando arcos de
medio
punto- se alineaban en los laterales, bajo otros tantos pórticos
sustentados por
columnatas.
Aquella fortaleza, como pude verificar conforme fui adentrándome
en ella, había
sido
edificada con todo esmero.
Por
aquel gran patio, al que desembocaban los dormitorios, las
caballerizas y algunos
almacenes,
iban y venían numerosos legionarios. Muchos de ellos -libres
de servicio- vestían
tan
sólo la corta túnica granate de lana, ceñida por
un cinturón muy liviano.
El
centurión que nos guiaba cruzó por el centro del patio,
rodeando una fuente circular sobre
cuyo
centro se erigía una hermosa representación, también
en piedra y a tamaño natural, de la
diosa
Roma. La estatua vestía una túnica con múltiples
pliegues, dejando al descubierto el
pecho
derecho de la diosa. En la diestra sujetaba una lanza y sobre la mano
izquierda sostenía
una
esfera de la qué brotaba un chorro de agua. Esta iba
almacenándose en el estanque
circular
que constituía la parte baja de la fuente. Varios soldados de
la caballería romana se
hallaban
lavando y cepillando media docena de caballos. A diferencia de los
infantes, los jinetes
vestían
una chaquetilla morada de manga larga y un pantalón rojo, muy
ajustado, que se
prolongaba
hasta la espinilla.
Al
contrario de lo que ocurre, por ejemplo, con nuestros ejércitos
occidentales, ninguno de
aquellos
soldados se cuadró o saludó al paso del centurión.
Este, siempre, con su «uitis» o vara
de
sarmiento en su mano derecha y recogiéndose la holgada toga o
capa de color púrpura
sobre
el brazo izquierdo, proseguía su camino hacia el fondo del
patio.
A
derecha e izquierda, y especialmente bajo los pórticos, otros
legionarios atendían a la
limpieza
de sus armas o sandalias. En una de las esquinas, un concurrido grupo
de soldados
formaba
corro en torno a algo que ocurría sobre el pavimento. A pesar
de mi curiosidad no
pude
aproximarme. El oficial, que no volvió la cabeza ni una sola
vez, seguía a buen paso hacia
las
escalinatas que se divisaban ya en la zona este del patio.
Antes
de abandonar aquel recinto me llamó la atención otra
escena. A nuestra derecha, e
inmóvil
sobre el enlosado, uno de los legionarios cargaba sobre su nuca y
hombros un pesado
saco.
La carga obligaba al infante a mantener el tronco y la cabeza
ligeramente inclinados hacia
el
suelo. Junto a él, otro legionario -con su vestimenta y armas
reglamentarias- no perdía de
vista
al compañero. A mi regreso de la entrevista con el procurador
romano iba a tener
cumplida
explicación de todo aquello...
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