1.
Algunos de los saduceos, creyendo que el Sanedrín iba a
cumplir su
promesa
de glorificar a Judas, estimaron que aquel dinero era excesivo. Pero
el sumo sacerdote
les
hizo ver y comprender que no eran esas sus intenciones...
Un
desolador silencio puso punto final a aquella reunión en casa
de José, el de Arimatea.
Como
muy bien había señalado Ismael, la suerte del Maestro
estaba echada..., a no ser,
claro,
que aquellos dos hombres actuaran de inmediato.
Antes
de partir hacia el campamento de Getsemani, José e Ismael se
enzarzaron en una
discusión
que me hizo temblar. Por primera vez en el transcurso de mi misión,
mi intervención -
a
pesar de todas las precauciones- estaba a punto de provocar algo
irremediable. Tanto el de
Arimatea
como el saduceo estimaban que había que denunciar a Judas y
alertar a la totalidad
del
grupo. Su afán era totalmente comprensible. Sin embargo, y en
un último esfuerzo por no
alterar
los acontecimientos, traté de hacerles comprender que aquélla
no era la actitud más
inteligente.
-Estoy
conforme -les dije- con vuestro recto deseo de advertir al Maestro,
pero ¿qué ganáis
con
hacer pública la traición del Iscariote?
Ni
el anciano ni Ismael parecían comprenderme. Y me vi obligado a
recurrir a un argumento
que
terminó por ser aceptado por ambos.
1
Quiero
llamar la atención sobre esa palabra -«compra»-
porque, tal y como veremos más adelante, su significado
pudo
haber abierto una vía de solución al problema de la
captura de Jesús y a la desesperación de Judas. (N.
del m.)
Caballo
de Troya
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-Sabéis
de la vieja enemistad y de los celos de Judas hacia hombres como
Juan, Pedro y
Santiago.
Si éstos llegasen a sospechar siquiera lo que acaba de planear
su compañero, ¿que
creéis
que ocurriría...?
Mis
amigos asintieron con su silencio.
-Hablad
en secreto con el Maestro -proseguí-, si así lo
estimáis, pero no carguéis el ya
enrarecido
ambiente del grupo. Dejad que sea Jesús -remaché- quien
hable con Judas, si lo
considera
prudente. El rabí ama también al Iscariote y sabrá
lo que debe hacerse...
Tras
una encendida discusión, Ismael y José aceptaron mi
propuesta y los tres,
aprovechando
las últimas luces del día, nos encaminamos hacia la
falda del monte de los
Olivos.
El anciano y el saduceo, con la única y exclusiva finalidad de
hablar con Jesús de
Nazaret,
y yo, con el alma encogida ante la posibilidad de que mi exceso de
celo por seguir los
pasos
de Judas pudiera provocar una catástrofe.
Cuando
entramos en el campamento, las mujeres habían preparado una
reconfortante
hoguera.
Jesús no había regresado aún y los discípulos,
inquietos y malhumorados, iban y
venían,
reprochándose mutuamente su falta de decisión por no
haber escoltado al Maestro.
Pedro,
más alterado que el resto, llegó a proponer que un
grupo de hombres armados saliera
en
su búsqueda. Pero Andrés -con su habitual serenidad-
les recordó las palabras del rabí,
haciéndoles
ver que si él había dicho que «ningún
hombre le pondría sus manos encima antes
de
que hubiera llegado su hora», así debería ser.
Mientras
aguardábamos el retorno de Jesús y Juan Marcos, David
Zebedeo se unió al grupo
que
formábamos José, el de Arimatea, Ismael ben Phiabi y
yo, y con gran sigilo nos comunicó
que
sus «agentes» en Jerusalén le habían
informado ya del complot que se estaba fraguando
para
acabar con la vida del Maestro. Nos miramos sin saber qué
hacer. Pero José conocía de
antiguo
la especial discreción que distinguía a aquel astuto
discípulo y nos tranquilizó. Con gran
alivio
por mi parte, la reunión de Judas con el Sanedrín había
ido filtrándose poco a poco y los
hombres
que trabajaban para el Zebedeo no tardaron en informarle. Desde hacía
años, el grupo
de
Jesús disponía de una curiosa red de «correos»
o emisarios -organizados y dirigidos por
David
Zebedeo- cuyo trabajo era la transmisión de noticias. De esta
forma, los numerosos
amigos,
familiares y simpatizantes del movimiento estaban al tanto de los
mensajes y
consignas
que emanaban de Jesús o de sus hombres. David había ido
viendo cómo las
relaciones
de su Maestro con los miembros del Sanedrín se deterioraban
paso a paso y, por
propia
iniciativa, aquel miércoles había decidido montar en el
campamento de Getsemaní un
«cuerpo»
especial de mensajeros. Al igual que Lázaro y sus hermanas,
aquel judío de mente
clara
y gran valentía, parecía haber entendido mucho mejor
que los apóstoles cuál iba a ser el
fin
de Jesús. Sin embargo, jamás le vi exponer estos
temores ante el resto de los íntimos del
Nazareno.
Y siguiendo esta misma y sigilosa conducta, David nos comunicó
sus pesimistas
impresiones,
haciéndonos saber igualmente que en previsión de males
mayores- uno de sus
«correos»,
enviado por él varios días antes a la población
de Beth-Saida (al norte del lago de
Genazaret),
había llevado recado a su madre y a María, la madre de
Jesús, para que viajasen
de
inmediato a Jerusalén. Ese mensajero había regresado
hacia las cuatro de la tarde de aquel
miércoles,
comunicándole a Zebedeo que las mujeres y parte de la familia
del Galileo estaban
ya
en camino y que quizá entrasen en el campamento esta misma
noche o, a lo más tardar, por
la
mañana del jueves. José agradeció en nombre de
todos la confianza que había demostrado
David
al ponernos al corriente de estos pormenores y, en compensación
y suplicándole que
mantuviera
la boca cerrada, confirmó las noticias del Zebedeo sobre la
traición de Judas.
Pero
nuestra conversación se vio súbitamente interrumpida
por una creciente agitación entre
los
discípulos que deambulaban por el huerto. Andrés se
precipitó sobre nosotros, soltándonos
a
bocajarro:
-Ha
corrido la noticia de que Lázaro ha huido de Betania.
David
sonrió irónicamente. Y cuando Andrés se hubo
alejado, comentó con pesadumbre:
-No
os alarméis. Ha sido uno de mis mensajeros quien ha llevado a
Lázaro la noticia de que
el
Sanedrín se disponía a prenderle hoy mismo. Tiene
órdenes de dirigirse a Filadelfia y
refugiarse
en la casa de Abner.
No
consideré oportuno preguntar quién era el tal Abner,
aunque imaginé que se trataba de
uno
de los seguidores de Jesús en la Perea, al otro lado del
Jordán.
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de Troya
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José
quedó muy impresionado. Estimaba mucho al resucitado y al
conocer lo sucedido
empezó
a valorar -en toda su dimensión- la gravísima
resolución de Caifás y de sus sacerdotes
de
arrestar al Maestro. Pero, sobreponiéndose, aguardó
pacientemente a que llegara Jesús.
Muy
cerrada ya la noche, el gigante y Marcos irrumpieron en el
campamento, tan solos como
habían
marchado. Jesús soltó el lienzo que había
anudado en torno a sus cabellos y,
mostrándose
de un humor excelente, saludó a sus amigos, sentándose
junto al fuego, tal y
como
tenía por costumbre.
Pero
la acogida no fue muy calurosa. Aquellos hombres estaban demasiado
asustados y
confusos
como para seguir las bromas de su Maestro. En el fondo se habían
acostumbrado a su
presencia
y aquella jornada, sin él, les había resultado
extremadamente larga y vacía. Jesús
notó
en seguida el ambiente tenso y las caras largas. Sin embargo, nadie
se atrevió a
preguntarle.
Ni uno solo tuvo valor para contarle el rumor sobre la precipitada
huida de
Lázaro...
A
pesar de ello, el Galileo trató por todos los medios de borrar
aquella atmósfera cargada y,
durante
un buen rato, se interesó por las familias de los discípulos.
Al llegar a David Zebedeo,
Jesús
fue mucho más concreto, interrogándole sobre su madre y
hermana menor. Pero David,
bajando
los ojos hacia el suelo, no respondió. Estaba claro que el
jefe de los «correos» -que no
cesaban
de entrar y salir del campamento- había preferido no lastimar
a Jesús, anunciándole
que
había dado órdenes para que María y el resto de
su familia se personaran en Jerusalén. En
aquel
instante al observar la suma delicadeza del discípulo, sentí
una gran simpatía hacia él.
Aquel
sentimiento terminaría por transformarse en admiración,
a la vista de su comportamiento
en
las duras horas que siguieron al prendimiento de Jesús. Aquel
hombre, precisamente, y su
cuerpo
de mensajeros, iban a constituir durante las negras jornadas que se
avecinaban el
«corazón»
y el «cerebro» del maltrecho grupo...
En
vista de que aquellas últimas horas no estaban resultando tan
íntimas y familiares como
deseaba
el Maestro, éste, tomando la palabra, les dijo:
-No
debéis permitir que las grandes muchedumbres os engañen.
Las que nos oyeron en el
Templo
y que parecían creer nuestras enseñanzas, ésas,
precisamente, escuchan la verdad
superficialmente.
Muy pocos permiten que la palabra de la verdad les golpee fuerte en
su
corazón,
echando raíces de vida. Los que sólo conocen el
evangelio con la mente y no lo
experimentan
en su corazón no pueden ser de confianza cuando llegan los
malos momentos y
los
verdaderos problemas.
"Cuando
los dirigentes de los judíos lleguen a un acuerdo para
destruir al Hijo del Hombre, y
cuando
tomen una única consigna, entonces veréis a esas
multitudes como escapan
consternadas
o se apartan a un lado en silencio.
»Entonces,
cuando la adversidad y la persecución desciendan sobre
vosotros, llegaréis a ver
cómo
otros (que pensábais que aman la verdad) os abandonan y
renuncian al evangelio. Habéis
descansado
hoy como preparación para estos tiempos que se avecinan.
Vigilad, por tanto, y
rogad
para que, por la mañana, podáis estar fortalecidos para
lo que se avecina.
Al
oír aquellas últimas palabras, Judas -que había
regresado al campamento poco antes que
nosotros-
levantó la vista, mirando fijamente a Jesús. Pero, a
excepción de David Zebedeo y de
nosotros
tres, ninguno de los discípulos asoció aquella
advertencia con la inminente deserción
del
Iscariote.
Y
hacia la medianoche, el Galileo invitó a sus amigos para que
se retiraran a descansar.
-Id
a dormir, hermanos míos -les dijo con una especial dulzura- y
conservad la paz hasta que
nos
levantemos mañana... Un día más para hacer la
voluntad del Padre y experimentar la
alegría
de saber que somos sus hijos.
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